domingo, 18 de diciembre de 2011

EL HOMBRE QUE POSIBILITÓ EL HALLAZGO DE LA FOSA COMÚN EN EL ARSENAL


Omar Eduardo Torres, era gendarme cuando presenció los fusilamientos ejecutados por Bussi y las incineraciones de los cuerpos en la unidad militar. Cuando contó su relato a la justicia, muchos dijeron que estaba loco, hoy 36 años después las pruebas le dan la razón.
Por CARLOS QUIROGA
Fotos: JULIO CARRIZO

Detrás del hallazgo de una fosa común de inhumación en el arsenal Miguel de Azcuénaga, donde fueron encontrados restos óseos correspondientes a un mínimo de 15 individuos esqueletizados parcialmente quemados durante la última dictadura militar, se encuentra la valiente historia de Omar Eduardo Torres (61), el ex gendarme, que presenció varios de esos fusilamientos y fue una pieza fundamental para que el equipo de antropología forense realizará con éxito las excavaciones. Hoy cuando los hechos corroboraron sus dichos, Torres se siente satisfecho, no sólo porque la verdad salió a luz, sino también porque pudo demostrar ante la sociedad que el horror que había presenciado no era producto de sus fantasías, sino nada más que la verdad y lejos de buscar fama acepta esta sólo como una muestra de reivindicación: “Yo me enteré que los datos que había aportado eran correctos en abril cuando se encontró la primera fosa, pero antes tuve que soportar que muchos cuestionaran mi testimonio, entre ellos el ex juez federal, Mario Racedo, que mientras estuvo a cargo mandaba a excavar en los lugares que yo no le había dicho, para dejarme mal. La situación se revirtió cuando se hizo cargo el doctor Daniel Bejas “.
-Hoy 36 años después ¿qué recuerda de aquella época?
-El olor a carne quemada que contaminaba el aire fresco después de los fusilamientos, era irrespirable, durante mucho tiempo lo tuve impregnado en mis fosas nasales. Recuerdo que yo no podía comer de la hedentina que había.
-¿En qué circunstancias se producían esos fusilamientos?
-Cada 15 o 20 días se hacía presente en el arsenal. Antonio Domingo Bussi. A veces venía acompañado por el entonces jefe de la policía, Zimerman y varios oficiales más. Llegaban alrededor de la medianoche en una caravana de autos. Bussi siempre vestía de combate. Se hacía un pozo de 4 a 5 metros de ancho y 2 de profundidad. Los detenidos se arrodillaban con los ojos vendados o encapuchados a la orilla del pozo y allí Bussi, junto a los otros oficiales le daban un tiro en la nuca.
-¿Durante esas ejecuciones, había presos que se revelaban con el último aliento?
-No, porque cuando llegaban al pozo estaban bastantes machucados para decir nada. Se les pegaba por cualquier cosa, no tenían derecho a revelarse por nada. Si se quejaban por la comida los castigan o se los privaba de las siguientes comidas y siempre estaban amenazados de que los iban a fusilar.

EL OLOR A CARNE QUEMADA ERA INSOPORTABLE


-¿Y cuando quemaban los cuerpos?
-Después de las ejecuciones. El pozo por lo general había sido rociado con anterioridad con nafta o querosén y siempre había leña a mano para quemar los cuerpos. Al día siguiente de las ejecuciones, cuando pasábamos por el pozo veíamos algunos huesos y el olor a carne quemada, era insoportable.
-¿Y usted durante esas ejecuciones pudo reconocer algún detenido?
-Sí a Ana Corral y a Luis Falú.
-¿Esas ejecuciones quedaban registradas en algún lado?
-Sí, había un libro de guardia donde figuraba el nombre de los detenidos, el documento y la fecha de ingreso. Después de las ejecuciones le ponían viajó o lo tildaban con una cruz.
-¿Y usted cómo vivía toda esa situación?
-Con mucha indignación. Constantemente me reprochaba haber elegido ir allí. Yo estaba en campo e Mayo y pedí que mandaran a Tucumán porque estaba muy intrigado por lo que sucedía con la guerrilla, pero nunca me imaginé el horror que iba a vivir allí.
-¿Y usted por qué se animó a romper el silencio?
-A pesar de las advertencias que no digamos nada de lo que sucedía allí, yo no podía admitir esas atrocidades. Hubo varias noches que no podía dormir, porque las pesadillas de los fusilamientos me eran recurrentes, así que en 1994 me presenté ante la CONADEP para contar la verdad, que hoy después de las pruebas que se encontraron, ya nadie puede discutir.

LAS MENTIRAS DE BUSSI


Lejos de aceptar las responsabilidades que le correspondían, Antonio Domingo Bussi negó sistemáticamente las atrocidades de que se lo acusaban y prefirió llevarse el secreto a la tumba, sin contar que algún día las pruebas saldrían a la luz. En el 2000 cuando, lo entrevisté para la revista GENTE y lo consulté a acerca de las acusaciones de Omar Torres, con total desparpajo respondió: “Como cree usted que el gobernador de la provincia y comandante de una operación iba a ir al arsenal a fusilar prisioneros indefensos. Estoy convencido, con la seguridad más absoluta, que ni yo, ni nadie lo hizo, porque en la guerra no hay necesidad de ese tipo de acciones. En la guerra se combate, se enfrenta a un enemigo y la opción es dramática, dispara o usted muere”.

EL SOBREVIVIENTE


El doctor Roberto Aujier, fue uno de los pocos sobrevivientes del arsenal Miguel de Azcuénaga y cuando todavía una gran parte de la sociedad tucumana se negaba a creer las atrocidades cometidas por un Antonio Domingo Bussi, que gracias al voto popular había llegado a gobernador, aceptó a regañadientes contarme sobre el horror que había vivido allí.
“Recuerdo que minutos antes de la medianoche un grupo de gendarmes iba llamando a los prisioneros, que de seguro serían fusilados, porque jamás volvían”. Yo jamás vi a Bussi, porque vivíamos con los ojos vendados, pero se decía que él era el que ejecutaba y yo tengo firmes razones para pensar que era así, porque cuando se decía que él venía, se producía un gran revuelo en el arsenal. Y al otro día el olor a carne quemada se volvía insoportable. Nos era imposible comer”.
“A mí me secuestran en la puerta del colegio Nacional de Aguilares, dos muchachos jóvenes en una camioneta y me llevan al arsenal. La vida allí era muy dura, muchos preferían morir a vivir en ese infierno. Nos despertaban a la 6 de la mañana al divino botón nomás. A eso de las 9 nos daban un vaso de leche y de ahí nos sacaban a cortar pasto con la mano, hasta las 14 que nos daban de comer. Siempre era polenta vieja y la sobra de los soldados. Después seguíamos trabajando hasta que llegaba la hora de los interrogatorios, que se hacían en unas casillas que estaban en las esquinas del galpón. Va más que interrogatorio nos torturaban. Algunas veces con picana sobre el cuerpo desnudo, otras nos enterraban y los azotes eran cosas de todos los días y aquí puede ver las marcas”, dice Aujier mientras se saca la camisa y señala su espalda. La jornada terminaba a eso de las 20, a veces nos daban cena, otras no”.
“Todos sabíamos que nos iban a matar- afirma el doctor Aujier-. Ir al arsenal significaba estar condenado a muerte. Yo me salve de correr esa suerte, porque mi señora le escribió una carta al teniente general Benjamín Menéndez, que sabía que era un hombre de bien e intercedió ante Bussi para que recuperara mi libertad. De no haber si así, no le estaría contando lo que me tocó vivir”.