lunes, 24 de abril de 2017

DE LA QUIACA A USHUAIA

Este verano agobiado por el extenuante calor del norte, decidí viajar hasta Ushuaia, no solo para refugiarme de las altas temperaturas, sino también  para culminar de alguna manera un viaje que comenzó hace 20 años atrás en la Quiaca, junto a mi entonces compañero de ruta, el reportero gráfico Tomas Marini. A lo largo de los 5140 kilómetros, que separan estos dos extremos,  tuve oportunidad de comprobar las bellezas naturales de nuestros paisajes y comparar con mis propios ojos las contradicciones geográficas de nuestro bendito país. 

La travesía comenzó en Tucumán y durante miles de kilómetros contemplé desde la ventanilla del micro  los campos verdes al costado de la ruta, sembrado por los distintos cultivos que convirtieron a la Argentina en el principal granero del mundo; desde la caña de azúcar en mi provincia natal,  hasta la soja y el trigo  en la Pampa húmeda.  Fue ahí, donde me atrapó la noche y caí en  un profundo sueño.
 Cuando desperté, estábamos en Sierra Grande, provincia de Río Negro. Al correr la cortina de la ventilla, observe desconcertado que el vergel que me  había acompañado durante el día anterior se había convertido en un páramo. Fue entonces cuando Vanessa, la coordinadora del viaje, nos explicó que estábamos transitando por la estepa patagónica. A pesar que estaba lejos de casa, ese suelo pedregoso y  de arbustos diminutos, similares a un bonsái me resultaban familiares. Y cuando se cruzó en la ruta un guanaco, caí en la cuenta que este paisaje desolador tenía muchas similitudes con nuestra puna jujeña. Al igual que en  ella, el viento castigaba con fuerza  y aunque no lo podía sentir, veía como hacía girar con virulencia las aspas de los molinos de vientos que permanecían erguidos en una gigantesca estructura metálica, proveyendo de energía eólica a los pueblos vecinos. 

TONINAS, LOBOS MARINOS Y PINGUINOS

 

Ya en Trelew, provincia de Chubut, tuve oportunidad de ver de cerca una fauna marina  absolutamente desconocida para un norteño. En playa Unión me trepé a una barcaza para participar de un avistaje de toninas (cetáceo overo, que habita el hemisferio Sur, muy similar a los delfines). Salimos por la tarde y el primer regalo que nos presentó el viaje,  fue toparnos con un harén de lobos marinos que posaban como si fueran modelos para nuestras fotos.  Luego de media hora de navegación, aparecieron las toninas, que jugaban con las olas que producía  el motor de la embarcación, saltando de un lado a otro,  ofreciéndonos un espectáculo maravilloso, como los que realizan los delfines en los grandes  parques acuáticos.

Sin salir de mi asombro por lo que había vivido, al día siguiente me trasladé hasta el área protegida de Punta Tombo, que cada año alberga entre los meses de septiembre y abril, a la a la mayor colonia continental de pingüinos de Magallanes del mundo. Ubicada a orillas del Océano Atlántico, es el sitio elegido por los pingüinos para reproducirse. Llegué con la esperanza de verlos de cerca, pero nunca imaginé que iba tener frente mío a un millón de pingüinos, que construyen pacientemente sus nidos para salvaguardar a sus pichones de los depredadores. Sus graznidos similares a los que sonidos que emite el burro hacen que a uno se le termine poniendo la piel de gallina. 

¿JUSRASIC PARK?



No podía dejar Trelew, sin visitar el Museo Paleontológico Egidio Feruglio, donde se exhibe la flora y fauna fósil que poblaron la Patagonia hace miles de años atrás y es considerado por los expertos en la materia, una de las instituciones de mayor prestigio a nivel mundial, tanto por los descubrimientos e investigaciones como por las muestras que se presentan. La institución cuenta con un grupo de científicos y técnicos especializados en las diferentes áreas paleontológicas que generan constantes descubrimientos, aportando nuevos conocimientos sobre la evolución de la vida. Cuando encuentran  alguna pieza, lentamente y con mucho cuidado comienza su extracción. Luego  la trasladan al laboratorio, donde la limpian  y analizan, para posteriormente realizar  réplicas con las que se arman los esqueletos para la exhibición, que tranquilamente con sistemas de animación podrían ser las protagonistas de las películas de ciencia ficción, dirigidas por  Steven Spielberg.

HIELOS ETERNOS


Después de transitar 17 horas de viaje desde Trelew y atravesar las ciudades de Comodoro Rivadavia, Caleta Oliva, Puerto San Julián,  llegamos  al Calafate, un pueblo hecho a medida  del  turista, ya que es la puerta de  entrada al Glaciar Perito Moreno. Entre sus principales atractivos, sobresale el Lago Argentino, la feria de los artesanos y el Yeti  Bar, donde los clientes nos sentimos como esquimales en un iglú, porque desde la barra donde se sirven los tragos hasta  la silla donde nos sentamos están construidos con hielos.
Pero la mayor aventura la viviría el día después, cuando embarqué en Puerto Bandera, rumbo a los glaciares. A medida que uno navega   por el Lago Argentino tiene la sensación que va en el Titanic; el viento hace que las olas sacudan con fuerza la embarcación y empapen a los desprevenidos pasajeros que estamos en la cubierta ansiosos por ver el glaciar Upsala, que se erige como un paredón azulado o verdoso, según la hora del día. Después de acercarnos a escasos metros de ese tempano imponente, seguimos viaje rumbo al sur, para contemplar el glaciar Spegazini, que se desprende de un cordón montañoso. Sus paredones tienen entre 80 y 135 metros de altura y confirman que todos los glaciares son distintos.

Cuando creía que ya lo había visto todo, llegué en horas de la tarde al Glaciar Perito Moreno, donde un sin fin de hielos eternos se extienden  a lo largo de cinco kilómetros y se elevan a una altura de más de 60 metros, para después resquebrajarse como vidrios, provocando un sonido  ensordecedor, para luego  convertirse en pequeños témpanos flotantes, brindando a nuestros ojos un espectáculo deslumbrante, que quedará guardado para siempre en mi memoria.

BOSQUES, PICOS NEVADOS Y LAGOS


Al día siguiente al trasladarme hasta la localidad de El Chalten, ubicada a 220 kilómetros de El Calafate, descubrí que la provincia Santa Cruz no solo me podía cautivar por sus imponentes glaciares, sino también por sus bosques, picos nevados y   ríos de agua de dulce, que surcan la ruta, como los sembradíos de soja en la Pampa Húmeda.  Apenas llegue, me contaron que el pueblo había sido fundado el 12 de octubre de 1985, con el objetivo de sentar soberanía nacional durante el conflicto limítrofe que mantuvimos con Chile por la posesión del Lago del Desierto: “Es tan joven, que todavía no tenemos cementerio y recién ahora se está poblando como consecuencia del boom turístico. Hoy solo vivimos en forma permanente 300 personas, número que se incrementa a 1.000 durante el verano”, me señala, Dante  que se identifica como lugareño.

Pero sin lugar a dudas lo que más llama la atención, es poder observar las siluetas de las agujas imponentes del cerro Fiz Roy, considerado por los amantes del montañismo como una de las cumbres más preciadas para escalar, después del Aconcagua. 

FIN DEL MUNDO

Extenuado por los kilómetros recorridos, decidí emprender el último tramo de mi viaje en avión desde El Calafate hasta Ushuaia. Y mi primera sorpresa al llegar al isla fue escuchar conceptos elogiosos hacia mi comprovinciano, el ex Presidente, Julio Argentino Roca, tantas veces criticado por haber exterminados a los pueblos originarios  durante la Campaña del Desierto: “Si no hubiese sido por  él, que mandó a construir la cárcel del fin del mundo  y la sede de las Fuerzas Armadas  con el objetivo de sentar soberanía, no sé si hoy este territorio sería argentino”, me dijo Gustavo, mi guía  en la provincia de Tierra del Fuego e Islas del Atlántico del Sur, que me recomendó no perderme la navegación por el Canal de Beagle, esas aguas que nos tuvieron al borde de la guerra con Chile en 1979.
Siguiendo su consejo, me subí a un catamarán, desde donde pude contemplar la ciudad de Ushuaia en su magnitud, para adentrarme después en aguas profundas para disfrutar del avistaje de la fauna marina, donde las gaviotas, elefantes y lobos marinos abundan en pequeños islotes. Pero el momento culmine del viaje lo vivimos cuando llegamos al Faro Les Eclaireurs, un símbolo del "fin del mundo" que en realidad indica a los navegantes el ingreso a la Bahía de Ushuaia.
Por la tarde visite  el Parque Nacional de Tierra del Fuego, donde  puede observar  los bosques de lenga y guindo, en el que conviven especies autóctonas como el guanaco y  el zorro colorado con el castor canadiense, que en la última época se convirtió en una amenaza para el medio ambiente, porque talan con sus dientes filosos los  arboles para construir diques, los que a su vez  provocan inundaciones ocasionando la muerte  árboles por anegamiento.

Cuando el viaje llegó a su fin decidí despedirme de la isla del fin del mundo con una buena comida, pero la variedad gastronómica que ofrecen sus restaurantes me pusieron en una verdadera encrucijada. Por un lado me invitaban a  elegir entre centollas y mariscos vivos que eran exhibidos en gigantes peceras y por el otro me tentaban con  el  clásico cordero patagónico, que se asaba a fuego lento en forma  de cruz. Como buen norteño opté por el cordero, que por cierto estuvo mucho más blando que el tradicional chivito santiagueño. Eso sí, a la hora de brindar  no dude en levantar mi copa  por el hermoso país que tenemos, que después de 20 años por fin había terminado de conocer.