Este verano agobiado por el extenuante calor del norte,
decidí viajar hasta Ushuaia, no solo para refugiarme de las altas temperaturas,
sino también para culminar de alguna
manera un viaje que comenzó hace 20 años atrás en la Quiaca, junto a mi
entonces compañero de ruta, el reportero gráfico Tomas Marini. A lo largo de
los 5140 kilómetros, que separan estos dos extremos, tuve oportunidad de comprobar las bellezas
naturales de nuestros paisajes y comparar con mis propios ojos las
contradicciones geográficas de nuestro bendito país.
La travesía comenzó en Tucumán y durante miles de
kilómetros contemplé desde la ventanilla del micro los campos verdes al costado de la ruta,
sembrado por los distintos cultivos que convirtieron a la Argentina en el
principal granero del mundo; desde la caña de azúcar en mi provincia natal, hasta la soja y el trigo en la Pampa húmeda. Fue ahí, donde me atrapó la noche y caí en un profundo sueño.
Cuando desperté,
estábamos en Sierra Grande, provincia de Río Negro. Al correr la cortina de la
ventilla, observe desconcertado que el vergel que me había acompañado durante el día anterior se
había convertido en un páramo. Fue entonces cuando Vanessa, la coordinadora del
viaje, nos explicó que estábamos transitando por la estepa patagónica. A pesar
que estaba lejos de casa, ese suelo pedregoso y
de arbustos diminutos, similares a un bonsái me resultaban familiares. Y
cuando se cruzó en la ruta un guanaco, caí en la cuenta que este paisaje
desolador tenía muchas similitudes con nuestra puna jujeña. Al igual que
en ella, el viento castigaba con
fuerza y aunque no lo podía sentir, veía
como hacía girar con virulencia las aspas de los molinos de vientos que
permanecían erguidos en una gigantesca estructura metálica, proveyendo de
energía eólica a los pueblos vecinos.