lunes, 11 de mayo de 2009

YO FUI UN INMIGRANTE BOLIVIANO




Un periodista de GENTE se puso en la piel de un indocumentado y salió a buscar trabajo y un techo donde pasar la noche. Y, en su relato, la crónica de la desesperación de una comunidad que en nuestro país suma dos millones de personas, el 38 por ciento de los emigrantes bolivianos del mundo. Ahora, después de la tragedia en un taller textil ilegal de Caballito, donde murieron seis de ellos, ni siquiera consiguen emplearse en trabajos donde los explotan de sol a sol por apenas 300 pesos mensuales. La situación, una bomba a punto de estallar.
Siete años atrás, la revista GENTE me encargó meterme en la piel de un inmigrante boliviano bajo el nombre de Washington Rivera. Entonces comprobé horrorizado que la esclavitud no se había abolido y que miles de ellos eran sometidos, de un modo siniestro, al trabajo a destajo y a la explotación. Mi nota causó revuelo y muchos prometieron hacer algo para revertir la situación. Por supuesto, nada cambió. Y ahora sucedió una tragedia previsible: el jueves 30 de marzo, un incendio en un taller textil clandestino en la calle Luis Viale 1269, del barrio de Caballito, mató a seis personas de origen boliviano, entre ellas cuatro chicos de entre 3 y 15 años. Hoy, 9 de abril de 2006, he vuelto a los 37 años a Buenos Aires desde mi Tucumán natal, para buscar trabajo como inmigrante. VIA CRUCIS. Comienzo en el Parque Avellaneda, uno de los puntos donde los bolivianos se reúnen para conseguir empleo. La decepción llega pronto. “Si no tenés papeles, olvidálo –me advierte José–. Están allanando talleres y nadie quiere correr riegos. Conseguir trabajo en la Argentina se ha vuelto una misión imposible”. Pero yo necesito trabajar sí o sí, le digo. Y agrego una súplica que suele ser eficaz: “Aunque más no sea por casa y comida”. Uno de los tantos que escuchan mis lamentos se compadece y me envía a la cooperativa La Alameda, justo enfrente del parque, sobre la avenida Directorio. Allí me recibe Gustavo Vera, un hombre de corazón generoso que, para empezar, me ofrece un plato de comida. En el lugar alimentan a 140 bolivianos todos los días. También me ofrece alojamiento por esa noche.“Esto es una cooperativa, pero no te puedo dar trabajo, porque estamos completos”, me dice luego. Mientras hago los primeros bocados de unos fideos con tuco, conozco a María, que lamenta que no me pueda integrar. “Acá es distinto, trabajás ocho horas, podés llevar a tus hijos a la escuela y salir cuando quieras. En cambio, en el taller que estaba antes trabajaba de sol a sol y cuando quería atender a mi hijo me retaban”, cuenta.José asiente: “En esos talleres trabajás a destajo y por apenas 300 pesos, porque los patrones dicen que tienen pedidos de último momento que hay que terminar. Y como saben que somos buenos laburantes, se aprovechan hasta que no damos más. A ese ritmo, a los 40 años llegás totalmente arruinado”.Después de comer una mandarina, le agradezco a Gustavo su generosidad y decido continuar mi búsqueda. Me dicen que tengo dos opciones. Una, escuchar FM Latina, donde funciona una especie de bolsa de trabajo, y la otra, ir temprano a Cobo y Curapaligüe, en el Bajo Flores. “Ojo, si el primer mes no te pagan lo que te prometieron y te dicen de formar una cooperativa, rajá, porque seguro no cobrás más. Pero no se te ocurra reclamar, porque de seguro te llevás una golpiza –me advierte José–. Quizás en el complejo polideportivo de Parque Avellaneda consigas techo y comida por más días”.Entonces, rumbeo para ahí. Camino tres cuadras, entro, y me encuentro con los que se salvaron del fuego del taller de Caballito. Para permanecer debo registrarme. Mientras espero, escucho a un porteño quejarse: “Por estos bolivianos de m… no voy a poder ducharme”. Es un socio del club que tiene el polideportivo. A pesar de la tragedia, la xenofobia dice “presente”.Allí conozco a Julio Quispe, que perdió a su hijo Wilfredo, de apenas 15 años, en el incendio. “El tenía muchas ganas de vivir. Quería hacer la secundaria aquí, pero no tenía documentos, así que no lo querían recibir”, me dice. –¿Por qué no se los sacó? –le pregunto.–No hubo tiempo. Acá trabajo de sol a sol. ¿En qué tiempo querés que se los haga? Ahora me están sacando sangre para hacerme el ADN y comprobar que era mi hijo. Y recién entonces me van a entregar su cuerpo. Yo quiero enterrarlo en La Paz, pero después volveré a la Argentina. –¿Por qué? ¿No te quedó un mal recuerdo?–Acá, por lo menos hay esperanzas. Allá no hay nada. Una manzana o un litro de leche son todo un lujo.Me despido de Julio, pero antes de darme la mano me invita a la misa que harán esa tarde por la memoria de su hijo. Un muchacho se acerca. Se llama Germán. Le cuento mi problema y me dice: “En el Parque va a haber una reunión con funcionarios bolivianos, quizás consigas algo…”. Voy.La espera por las autoridades se hace larga, amenizada por un maestro de ceremonia que nos invita a pedirle a la Pachamama por la difícil situación que estamos atravesando. Como muchos, camino hacia un brasero con incienso y en silencio le tiro unas hojas de coca con la ilusión de conseguir trabajo. Al rato llegan los funcionarios enviados por el presidente Evo Morales, encabezados por el vicecanciller, Mauricio Dolfler. Dicen que están preocupados, que quieren acabar con la xenofobia y la explotación en la Argentina, y prometen documentos para todos. El discurso se alarga y las promesas suenan similares a las que formulan los políticos argentinos. Pero los bolivianos festejan. Dicen que con Evo volverán a su país. Por un momento me contagio y aplaudo a rabiar. Pero se me hace tarde y debo ir a la misa por Wilfredo. La celebra el obispo Mario Poli, que pide perdón por la discriminación y resignación por los muertos. La noche cae sobre Parque Avellaneda y el trabajo no aparece. Lo mejor será buscar un lugar donde dormir, ya que habrá que levantarse temprano.LA ESPERA SIN FIN. Lunes 10 de abril, ocho de la mañana. Estoy en Cobo y Curapaligüe, como me indicaron. Decenas de bolivianos esperan por un patrón que les ayude a cumplir con el “sueño argentino”: ahorrar 1.000 dólares y volver a casa. “Pero cada vez se hace más difícil –confiesa Germán, con quien me encuentro–, porque con mucho esfuerzo apenas podemos juntar 300 dólares por año”. La espera se hace larga y se forman grupitos. Escucho. Moria comenta desesperada: “Antes los coreanos venían por kilos a buscarnos. Ahora que están realizando los allanamientos no quieren venir. Porque si toman a indocumentados, seguro que los clausuran. ¡No sabés la plata que están perdiendo, porque la temporada fuerte textil es de marzo a julio!”.“Si no tienes documentos, olvídate de trabajar. No te van a tomar”, me sentencia Mario –que no perdió un ápice su acento, a diferencia de otros, aporteñados– mientras sigo esperando por mi patrón.De pronto veo una multitud alrededor de un coreano. Me abro paso como puedo y logro escuchar que él si toma indocumentados. Pero…“Van a tener que trabajar fines de semana, y por la noche, porque si nos encuentra la policía vamos todos presos. Y chicos no. No hay donde alojarlos”, dice en un mal español. Algunos protestan, otros se resignan. Mara está enojada: “Los allanamientos lo único que lograron es empeorar nuestra situación. Antes teníamos casa, comida y un sueldo miserable. Ahora apenas tenemos una miseria que no nos alcanza para vivir”. No tengo suerte con el patrón coreano que busca indocumentados: él quiere mano de obra especializada y yo, de costura, poco y nada. Los costureros peruanos están que trinan con sus pares bolivianos. Me recriminan: “¿Para qué marchan? ¡Por culpa de ustedes no tenemos trabajo! Total, de acá a unos meses, cuando pase la conmoción, todo volverá a ser igual. Ya verás…”Por suerte llega otro coreano. Parece más humano que el primero y nos dice que debemos solicitarles a las autoridades argentinas que les den tiempo para hacer las reformas y blanquear los talleres. “Nosotros querer que estén bien, pero pidan tiempo. Vamos a pagar horas extras”, explica. Ya es mediodía y muchos seguimos esperando por un patrón. El cierre de la edición urge, y prefiero partir a cumplir las últimas etapas de mi recorrido. Mario tenía razón: sin documentos no conseguí nada. Llego al Consulado boliviano y me encuentro con muchos indocumentados. Pretendo ser uno de ellos, de los miles que al fin se decidieron a blanquear su situación. Aunque sin dinero parece imposible cumplir con el objetivo. Sacar la partida de nacimiento, el certificado de buena conducta, y hacer los trámites en Migraciones cuesta 100 dólares. Ahora, dicen, todos esos papeles serán gratis. “¡Por fin! Porque sin documentos no podíamos ni hacer la denuncia por explotación”, me dice Eric mientras la fila avanza lentamente.Sin trabajo ni documentos, parto hacia la última parada de mi Vía Crucis: la feria de La Salada, en Puente La Noria. Allí trabajan cientos de indocumentados, pero más dignamente que en los talleres. Se huele a Bolivia: no faltan las papas andinas, los ajíes y los pimientos típicos del Altiplano. Pregunto si hay empleo, y en un puesto me dicen que regrese mañana, pero temprano. Miento un sí y me voy. Mientras el taxi arranca, escucho que el nuevo jefe de Gobierno, Jorge Telerman, está reunido con representantes de la comunidad. Rezo por ellos, para que no les mientan más, como sucedió hace siete años. Y porque ésta sea la última vez que me ponga en la piel de un inmigrante boliviano para contar sus penurias.

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